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PALACIO DE LAS MARAVILLAS

Ellos le dijeron: —Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Les respondió: —Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era alrededor de la hora décima (Jn 1,38-39)
Jesús también ahora sale al paso de los hombres, se hace encontradizo con ellos, como cuando caminaba por Palestina.

Fueron y vieron dónde vivía.

Juan y Andrés deberían habernos contado algo más: cómo era el lugar donde vivía Jesús, qué hablaron, si el Señor les ofreció algún pequeño refrigerio... Permanecieron aquel día con él. Este es el resumen de aquel largo encuentro que comenzó hacia la hora décima, las cuatro de la tarde.

Ahora Jesús está en el sagrario, el palacio de las maravillas. «Venid...»>, nos dice. ¡Qué buena conversación podemos tener!

Allí se encuentra el mismo Jesús con el que hablaron Juan y Andrés aquella tarde,  no es otro, sino que está de otra manera, enseña la fe. ¿Qué hablarían con Jesús todo un día? Desde la hora décima... Jesús les ganó el corazón y la inteligencia. Aquella conversación, que nunca olvidarían, fue el comienzo. Muchas veces lo comentarían entre ellos: ¿Te acuerdas de la primera vez...? Nunca se separaron ya de Él. Allí comenzó todo. Lo anterior había sido una preparación para este momento.

Jesús los ganó con su simpatía, con su palabra... Se quedaron con Él para siempre.

El Señor, el mismo Jesús, se encuentra ahora en nuestros sagrarios.

Nosotros también podemos ir y hablarle, y contarle lo que nos pasa, «... te espera desde hace veinte siglos», nos espera todos los días. De su compañía volvemos contentos y reconfortados.

Allí está, paciente, esperando que vayamos a verle. Quizá esté incluso cerca del lugar donde vivimos, de la facultad, del lugar de trabajo... El tiempo que pasemos con Él es el mejor empleado.

Todo cambia en un lugar que estuvo lleno de luz por su presencia, cuando Jesús ya no se encuentra allí por medio del sacramento.

«Mi hermano vive en Inglaterra. En una visita que le hice después de mi conversión, me dijo que me tenía algo reservado. Conociendo mi interés por la religión (él es agnóstico) y mi afición por la Historia (que comparte con entusiasmo), había quedado en llevarme en coche a ver la iglesia sajona más antigua de Inglaterra, construida en el siglo vi. Cuando llegamos, paseamos por el cementerio de la iglesia, y al final entramos, agachándonos al atravesar la puerta del templo. Era de desnuda piedra, húmeda y fría. Pero todo lo que experimenté al permanecer allí de pie fue una alarmante sensación de soledad. Por alguna razón, esa sensación se impuso a cualquier otra. Después de contemplar aquel solitario altar de piedra gris durante algunos minutos, comprendí. La Eucaristía no estaba presente. La pequeña iglesia ya no contenía vida. La cadena de comunidad que debía haberme ligado a mí, un editor neoyorquino del siglo xx, a los peones campesinos que una vez se arrodillaron sobre aquellas duras piedras, se había roto irrevocablemente. En la conciencia de esta pérdida fue donde comprendí el sentido pleno del misterio del sacramento. Solamente valoramos las cosas cuando nos faltan».
¡Qué oscura estaría la tierra si el Señor no se hubiera quedado en nuestros sagrarios! ¡Qué tristeza! Por eso nos hemos de acostumbrar a verlos llenos de luz y de vida, porque allí está el Señor. Y junto a Él nos sentimos unidos a los cristianos de todas las épocas, de todas las culturas.

Jesucristo en el sagrario es nuestro tesoro. Así hemos de enseñarlo a quienes no lo saben. Debemos hacer partícipes de esta maravilla a quienes tienen la fe dormida. Qué gran regalo les hacemos. Newman dejó escrito que jamás podría olvidar a un amigo que le ayudó a conocer y a creer paso a paso en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

Para muchos, el comienzo de la fe católica ha tenido lugar ante un sagrario. Con un rayo de la luz de la gracia han podido intuir en su corazón la puerta de entrada a ese gran misterio, que haría crecer todos los demás aspectos de la fe. Así lo cuenta una mujer americana:

«... comencé a visitar, no con demasiada frecuencia, la capilla de un enorme Hospital católico, que había cerca de donde vivíamos; estaba situada en el último piso. Iba allí solo cuando tenía ocasión o cuando estaba más preocupada de lo normal por algún motivo. Esta acogedora capilla no era más que una habitación desde el punto de vista protestante, pero se diferenciaba de cualquier otro recinto en el que había estado. Allí habíaAlguien. Por entonces no conocía la fe de la Iglesia en la presencia real de Jesucristo en el Tabernáculo. Pero en este lugar brotó mi cariño hacia la Iglesia».
Allí había Alguien. Allí estaba Jesús, que la aguardaba pacientemente.

Esta presencia de Jesús es la que crea la gran diferencia –confesada incluso por los no católicos– entre el ambiente de nuestras iglesias y el de otros templos. Es tan patente esta diferencia que para explicarla se han barajado muchas teorías: los cantos, la liturgia, el recogimiento al que invita la misma arquitectura. Pero los católicos sabemos que Jesús está allí presente. Está allí, y nos atrae, y nos espera.

El santo Cura de Ars decía a sus parroquianos: «No es necesario hablar mucho para orar bien. Sabemos que el Buen Dios está allí, en el Sagrario; le abrimos el corazón; nos alegramos con su presencia. Y esta es la mejor oración». El consejo viene de buena mano.